Hoy, por primera vez, se ha sentido el aire invernal. Recuerdo que mi llegada a Ciudad Juárez, hace más de 35 años, estuvo marcada por la conciencia de las cuatro estaciones del año.
Para mí, que durante quince años viví en el centro del país, la temporada invernal estaba definida por un frío más conceptual que real y por las lluvias constantes que nunca pasaban de ser agua.
En Ciudad Juárez conocí la nieve, los vientos huracanados, los calores infernales y las lluvias torrenciales. Descubrí los colores del otoño y de la primavera, los ocasos majestuosos del verano y la blancura deslumbrante de la nieve.
El cambio climático —expresión tan recurrente en la actualidad, a la que sólo falta achacarle la corrupción gubernamental— ha alterado la llegada de la nieve a la ciudad.
Aquellas nevadas de las que hablan los abuelos, y que ya muy pocos recuerdan, han quedado atrapadas en fotografías antiguas. Parece que la nieve ha huido al norte, tal vez espantada por la cantidad de vehículos, el asfalto, y el calor que la industria y el conglomerado humano generan en la ciudad.
No sé si lo que ocurre con el clima en nuestra ciudad, e incluso en el mundo, sea bueno o malo. Lo que sí sé es que añoro la nieve. Recuerdo con nostalgia su color, su tacto, la alegría de pisar por primera vez las calles alfombradas de blanco reluciente, las risas y gritos de los niños felices mientras jugaban a construir muñecos que adornaban con bufandas y narices de zanahoria, a lanzarse bolas de nieve, a caminar escuchando el suave crujido del hielo bajo los pies.
