Estacionarse con descaro: el verdadero costo de la falta de empatía
Diciembre es un mes particular. Las calles se llenan de luces, los centros comerciales rebosan de gente que carga sus bolsas de regalos, y en el aire flota una mezcla de villancicos, prisas y promociones irresistibles. En teoría, es un tiempo de generosidad, de encuentro familiar, de valores compartidos. Pero en la práctica, diciembre también saca a relucir nuestras peores costumbres ciudadanas. Una de ellas, sutil pero reveladora, ocurre justo en el estacionamiento, antes de que alguien compre el primer regalo o se tome la primera foto con Santa Claus: el uso indebido de los espacios reservados para personas con discapacidad.
Hace unos días, en plena marea decembrina, fui testigo de una escena que, por común, no deja de indignarme. Una camioneta de buen tamaño se estacionó en uno de los espacios designados para personas con discapacidad, justo frente a la entrada de una conocida plaza comercial de la ciudad. Colgando del espejo retrovisor, el letrero azul con el pictograma de una silla de ruedas parecía otorgar una coartada perfecta. Pero al bajar los pasajeros —al menos cinco personas adultas— quedó claro que ninguno tenía dificultad motriz visible, ni bastón, ni prótesis, ni silla de ruedas: caminaban con ligereza, cargaban bolsas, bromeaban entre ellos. El cartel era sólo una llave para abrirse paso en un lugar privilegiado. Nada más.
Este tipo de escenas, lamentablemente, no son la excepción, a veces parecen la regla. Suceden todos los días, pero se multiplican durante las fiestas, cuando encontrar un lugar libre para estacionar es casi tan difícil como ganar la lotería. Y el problema no es sólo que ocupen un lugar que no les corresponde, sino la lógica detrás de esa decisión: el egoísmo cotidiano, la pereza disfrazada de astucia, el “yo primero” convertido en norma.
Un abuso con consecuencias reales
Lo más doloroso es que el abuso no es simbólico, sino profundamente práctico. Los espacios reservados para personas con discapacidad no están ubicados cerca de las entradas por cortesía o por comodidad: están ahí porque representan una necesidad. Una persona en silla de ruedas, por ejemplo, se expone al peligro al transitar entre coches en movimiento o al intentar bajar una rampa improvisada en medio de un estacionamiento lleno. Como me dijo un joven con discapacidad, quien tiene que moverse en silla de ruedas: “No quiero ese espacio por flojo o por comodidad, sino porque para mí es peligroso andar entre los vehículos; los conductores no me ven fácilmente”. Esa frase me marcó.
Y sin embargo, cada temporada navideña nos topamos con quienes —sin remordimiento— utilizan permisos ajenos, falsos o heredados para estacionarse más cerca. A veces lo justifican con frases como “sólo serán cinco minutos”, “mi abuelita sí tiene el permiso, aunque no vino hoy”, o peor aún, ni siquiera se molestan en dar explicaciones. Lo hacen porque pueden, porque nadie los detiene, porque el cinismo ya se volvió invisible.
¿Quién puede detener este abuso?
El artículo 59, sección Séptima del Reglamento de Tránsito del municipio de Juárez dice:
Los vehículos que sean conducidos por personas con capacidades diferentes deberán contar con los dispositivos especiales para cada caso. Estos y los que transportan a personas con capacidad diferenciada deberán contar con placas de servicio particular con indicación especial de discapacidad, así mismo se podrán otorgar este tipo de placas para automotores de servicio social destinados al transporte de personas con discapacidad, conforme a las disposiciones que establece la Ley. Estos vehículos no podrán hacer uso de los lugares exclusivos cuando no sean conducidos por personas con capacidad diferenciada o bien cuando no los transporten.
Pese a lo anterior, atender el problema es complejo. Hace unos días abordé a un agente de Tránsito en un centro comercial y le expuse el caso. Me dijo, con cierta tristeza que rayaba en la indignación: “si no veo a la persona mientras baja del auto, no puedo hacer nada. Me dan coraje los abusos, pero es poco lo que puedo hacer si no los agarro in fraganti”. Pues mientras el vehículo tenga visible el tarjetón oficial —incluso si está vencido o pertenece a otra persona— las autoridades y los vigilantes de centros comerciales tienen poco margen de acción. Se supone que debemos confiar en la buena fe del usuario. Pero ¿cómo confiar cuando vemos tantos ejemplos de mala fe?
Muchos de estos permisos terminan siendo usados como comodín por familiares, asistentes, choferes o incluso conocidos. Algunas familias gestionan el tarjetón para un adulto mayor o una persona con movilidad limitada, pero una vez obtenido, lo convierten en pase VIP para toda la familia. Lo cuelgan del espejo como si fuera un distintivo de poder, no de vulnerabilidad. Como si fuera un trofeo que les da ventaja, no una señal de apoyo a quien más lo necesita.
Un espejo incómodo de nuestra cultura
Este tipo de actitudes son un espejo incómodo de lo que somos como sociedad. ¿De qué sirve hablar de inclusión, de respeto y de derechos humanos, si no somos capaces de respetar algo tan básico como un espacio reservado? ¿Cómo podemos aspirar a construir una cultura de empatía si, en lo cotidiano, decidimos que nuestra prisa vale más que la necesidad ajena?
La temporada navideña, que en teoría exalta la solidaridad, se convierte en campo fértil para estos abusos. Con los estacionamientos saturados, la tentación de aprovechar un “huequito” es fuerte. Pero allí es donde se ponen a prueba los valores que tanto proclamamos en diciembre. ¿De qué sirve llenar el árbol de regalos si somos incapaces de dar lo más sencillo: respeto?
Lo que podemos (y debemos) hacer
Es evidente que no basta con indignarnos. Tampoco se trata de armar escándalos o convertirnos en policías ciudadanos: en una ciudad tan llena de riesgos por la inseguridad que nos ha permeado, un altercado de este tipo podría costarnos incluso la vida. Pero hay pequeños actos que sí podemos hacer para revertir esta tendencia:
- No justificar jamás el uso de espacios reservados si no es estrictamente necesario. Tener el permiso no implica tener derecho, si la persona beneficiaria no está presente.
- Denunciar el mal uso. En algunos centros comerciales hay sistemas para reportar abusos. También en redes sociales, si se hace con respeto y con pruebas, se puede generar conciencia.
- Educar a los más jóvenes. Enseñar con el ejemplo que los derechos se respetan, que no todo lo permitido es ético, y que la empatía comienza donde termina nuestra comodidad.
- Presionar por reformas claras. El uso de tarjetones debería implicar requisitos más estrictos: que sólo se permita su uso en presencia de la persona beneficiaria, por ejemplo. Que existan sanciones visibles y efectivas.
Un acto pequeño, una señal poderosa
No usar un lugar que no te corresponde puede parecer un gesto menor. Pero en el fondo es una declaración de principios. Es decir: veo al otro, entiendo su realidad, y actúo con decencia aunque nadie me esté mirando. Y eso, en un mundo saturado de indiferencia, es un acto profundamente revolucionario.
Así que, en estas fiestas, cuando salgas a comprar regalos o a cenar en familia, detente un momento al llegar al estacionamiento. Mira los espacios reservados. Recuerda que detrás de cada uno hay una historia, una necesidad, una vida que podría complicarse por un abuso ajeno.
Porque al final, la verdadera prueba de una sociedad no está en cómo trata a sus más exitosos, sino en cómo respeta a los más vulnerables. Y esa prueba comienza, muchas veces, en el lugar donde decides estacionar tu automóvil.