La barbarie a la que casi nos hemos acostumbrado -que va desde los cuerpos que cuelgan de los puentes, hasta el hallazgo de los cientos de cadáveres insepultos- nos obliga a exigir, y a participar en lograr, una mejora en la sociedad
El respeto a los cuerpos sin vida no puede circunscribirse tan solo a una cuestión de higiene o costumbre cultural. Ese respeto es una obligación ética profundamente arraigado en la conciencia humana. Aun después de la muerte, el cuerpo mantiene una dignidad intrínseca que debe ser protegida. Y esta dignidad no puede ni debe sustentarse sólo en la utilidad del cuerpo o en su apariencia; más que eso, debe basarse en lo que representa: la historia, la identidad y la humanidad de quien alguna vez tuvo vida y participó, sólo por eso, de múltiples acciones, reacciones, sentimientos y relaciones.
Desde la filosofía, Immanuel Kant nos ofrece una base sólida para entender esta idea. En su obra Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785), Kant afirma:
“Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca simplemente como un medio”.
Aunque este principio kantiano se dirige a los vivos, lo podemos extrapolar al cuerpo sin vida de un ser humano, viéndolo como una manifestación física de esa humanidad que alguna vez fue.
Tratar un cadáver con dignidad no es rendir culto a un objeto: es honrar la memoria y el valor de la persona que lo habitó.
Hannah Arendt, por su parte, insistió en que el valor humano no depende de la función social, de la productividad ni del reconocimiento externo. En La condición humana (1958), sostiene que cada vida humana es valiosa por el simple hecho de haber aparecido en el mundo, de haber dejado una huella. Esta idea cobra fuerza si pensamos en los cuerpos de los muertos: incluso aquellos que fueron olvidados, que están perdidos, que fueron marginados o son anónimos, merecen respeto porque existieron, vivieron, formaron parte del tejido humano, este tejido en el que cada uno de nosotros es tan sólo una célula, pero que en conjunto es mucho más que solo eso. Arendt rechaza los sistemas que reducen a las personas a meros números o categorías útiles, algo especialmente pertinente ahora que vemos cómo los gobiernos -y hasta los medios de comunicación- hablan de cadáveres y los tratan como desechos o evidencia sin rostro: una simple y llana estadística.
Desde la teología, particularmente en la tradición cristiana, el cuerpo tiene un valor profundo porque es considerado “templo del Espíritu Santo” (1 Corintios 6,19). Esta visión no desaparece con la muerte; al contrario, se refuerza en los ritos fúnebres, en el duelo comunitario y en la esperanza de la resurrección. La sepultura digna, el velorio, las oraciones por los difuntos, son ciertamente expresiones concretas de que la dignidad humana no se extingue con la vida biológica, sino que trasciende a un entorno metafísico del que todos formamos parte.
Por si fuera poco, el cuerpo sin vida de una persona no solo es un símbolo, es a menudo un testimonio; como ejemplo tenemos, en nuestro triste contexto de violencia, que los cadáveres reclaman justicia: cuentan lo que ocurrió, piden ser identificados, devueltos a sus familias, enterrados con nombre. En este sentido, el filósofo Paul Ricoeur habló, en su libro La memoria, la historia, el olvido (2000) de la “memoria justa”, esa obligación ética de recordar a las víctimas y restaurar, en la medida de lo posible, su lugar en la historia. Dejar sin nombre o sin el cuidado adecuado a los muertos es una forma de borrar su paso por el mundo.
Honrar la dignidad de los cadáveres, entonces, es una forma de proteger no solo a los muertos, sino también a los vivos. Nos recuerda que toda vida, por mínima o anónima que haya sido, merece ser reconocida. Nos humaniza, nos solidariza, nos hermana. Nos compromete con una ética de respeto que atraviesa la muerte y continúa en la memoria, la justicia y la compasión.
Porque, ¿qué seríamos sin nuestros muertos?